¿Cómo quieres que te llame? Dime pepe. Y tu, cómo te llamas? Enrique! Dime cómo estás vestido? Llevo puesto un bluejean y una camiseta negra. Usas pantaloncillos? Sí! Tienes pantaloncillos ahora? Sí! De qué color? Blancos! Tanga? No, bóxer. Que rico meterte la manita por la manguita de tu bóxer... Estas calientico? Sí. Qué quieres que te haga? Lo que tú quieras. Cómo te gusta? Cómo así? Sadomasoquismo, zoofilia, pedofilia, coprofilia? Ah... Te gustan las relaciones dolorosas, con objetos, animales, menores, materia fecal... No, normalito. Cómo deseas hacerlo? Cuánto es que vale el minuto? No papito, no te preocupes por eso. Mejor autorízate a ser feliz... Papito estoy muy arrecho, me encanta tu voz, no sabes como me excitas... quiero hacerte feliz. Pídeme lo que quieras... Usted cómo es? Alto, rubio, de ojos claros...
Por supuesto, el interlocutor que es negrito, bajito, barrigón y feo, pero que tiene una voz agradable e insinuante, hará todo lo posible porque estés en la línea todos los minutos posibles. Tú no importas mucho. Bueno, importas como cliente no como persona. Tú eres su fuente de ingresos. Ser operador de una línea telefónico erótica parece ser divertido o por lo menos rentable. El recibe un salario básico y 55 pesos por cada minuto que tú estés en la línea. El hará todo lo posible porque te sientas satisfecho, llegues al éxtasis e inclusive, porque llegues al orgasmo. Tus orgasmos son dinero!
Los jadeos, respiraciones profundas, exhalaciones y soniditos que en el auricular se oyen como un “pajaso” (masturbación que llaman) a todo dar, la mamada del siglo o una loca penetración están fríamente calculados y son parte del entrenamiento y de la creatividad particular. Que él chupe una colombina o su dedo puede sonarte a mamada (fellatio si lo prefieres), chuparse el canto de la mano suena parecido a sonará muy parecido a cuando te dan un beso de esos que llaman negro y así sucesivamente...
Mario, uno operador de una línea de sexo, me contó que su sexualidad se transformó con su actividad laboral. Ahora es más creativo, más lúdico, más erótico, pero también puede fingir un gran interés por alguien quien ni siquiera le mueve la aguja. Los clientes se entusiasman con su príncipe telefónico. Llaman inclusive varias veces al día y durante varias semanas, meses. Su éxito radica en lograr que el cliente se sienta satisfecho, que sobre pase sus propios límites y se sienta reconocido, valorado importante.
Mario no es un personaje oscuro sino un joven alegre, jovial, de buena presencia, atractivo y según se ve por encima, anda muy bien por abajo. Cuando se le observa inspira bajas pasiones y profundas necesidades pero él prefiere hacerse el desentendido, pues lo suyo por lo general es meramente telefónico.
Consultando con algunos amigos descubrí que casi todos se han masturbado por lo menos una vez mientras hablan telefónicamente con un conocido. Quienes experimentaron la posibilidad en una línea de sexo terminaron dolidos con sus billeteras pero casi siempre plenamente satisfechos. Yo mismo tuve alguna vez un amiguito telefónico y no puedo negar que los encuentros fueron super agradables y bastante eróticos. Tampoco puedo negar que cuando logré conocerle alabé la maravilla de la tecnología y me felicité por lo creativo que es mi cerebro.
Mario, quien mientras no tiene clientes lee permanentemente, generalmente estudia documentos turísticos con cuya lectura pueden “hacerse más internacional”. También debe conocer sobre expresiones comportamentales sexuales, ya que los clientes son muy diversos y tienen necesidades bien particulares. Por supuesto, no todos los que trabajan son homosexuales, así que algunos heterosexuales deben relacionarse con clientes homosexuales y los homosexuales deben atender a mujeres, e improvisar sobre aquello que no conocen e inclusive detestan.
Inicialmente Mario creía que todos los clientes eran viejos y feos, y aun cuando le está prohibido, de vez en cuando se cita con sus ellos. Casi nunca cumple pero le parece divertido y hasta excitante saber con quien comparte en la línea. Por supuesto después tiene que darles mil excusas diferentes para explicarles por qué no llegó al compromiso, pero parece ser que inclusive esta “indiferencia” agranda su atractivo para quienes son sus amantes telefónicos.
Sentirse morboseado durante una llamada es algo que le atrae a Mario. Es un juego que le gusta jugar, pero siente que a otros homosexuales les molesta cuando se enteran sobre cuál es su actividad laboral, pero inclusive estos se gozan las llamadas no laborales pero sí bastante sexuadas. No pretende negar que de vez en cuando algunos clientes son tan creativos que logran envolverlo de tal forma que por un momento deja la revista o apaga el televisor y se concentra en aquello que generalmente hace casi como robot.
Mario considera que el erotismo es una necesidad del ser humano y que la soledad es una mala compañía. A veces se siente terapeuta y se excusa con quines lo atacan diciendo que él es un profesional de su trabajo, ya que sus clientes obtienen toda la satisfacción que desean y él la respuesta a sus necesidades económicas. De pronto lo que algunos mas molesta de él es que no se arrepiente de ser considerado un objeto sexual, incluso le gusta reconocerse en la capacidad de excitar a hombres que en otras circunstancias no le prestarían mucha atención.
Publicado inicialmente en http://www.agmagazine.com.ar/index.php?IdNot=754
jueves, 11 de enero de 2007
Sexo telefónico ¿Cómo quieres que te llame?
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Erotismo,
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sexualidad,
Teléfono
lunes, 8 de enero de 2007
Entre las piernas está el paraíso
Como todos los jueves, su día libre, por no perder la costumbre llegó al bar. Hacía algo más de un año, desde que se separó de su marido, se sentía tan solo y tan sin esperanzas que llegaba a la barra confiando en que alguien se le acercara pero temeroso de que lo hiciera. En todas sus visitas se prometía que esta vez sería la última.
Javier, un reconocido Psiquiatra trabajando en una prestigiosa clínica de la ciudad, no podía seguir exponiéndose a las habladurías; a ser reconocido por uno de sus pacientes, quienes según él, no tenían ni idea de su orientación sexual. Es un hombre maduro, culto, interesante, cuyos hobbies son caminar por el mundo y los museos.
Eran casi las doce cuando comenzó el show. Sin ningún interés, más por seguir la corriente de lo que allí pasaba que por un interés propio, más por aburrimiento que por satisfacer una necesidad, se dirigió hacia la tarima en la que durante todos los fines de semana se empelotaban un grupo de hombres siguiendo el ritmo de alguna canción de moda.
Lo miró sin ganas y se inquietó cuando sintió, directo a sus ojos, la penetrante mirada del striper quien sin dejar de observarlo, al ritmo de la danza se iba quitando una a una sus prendas. Estaba perdido, las pupilas dilatadas de muchos de los presentes se dirigieron hacia él. Ignorándolos e hipnotizado siguió la trayectoria de una mano que avanzaba hacia un enorme falo; percibió que sus mejillas hervían, que el ritmo de su corazón galopaba más de prisa; deseó saltar a la tarima y darle la mejor de su capacidad oral pero se contuvo, su dignidad se lo impedía. Prefirió regresar a su puesto, seguir tomando un trago como si nada hubiera pasado.
No sabía por qué estaba allí si era viernes; tampoco encontró razones a su regreso del sábado; lamentó que no hubiera servicio el Domingo. Retornó el siguiente jueves y por fin, pudo verlo nuevamente. No le importó que no respondiera a su mirada, tampoco si alguien se daba cuenta; quería que el tiempo pasara y embelesarse con su paraíso en plena erección.
Unos diez minutos después de lograr su cometido, el mástil permanecía en su mente. Se sorprendió cuando en medio de sus divagaciones descubrió que él estaba en frente suyo, de pie, observándolo. Por cortesía le invitó a un trago y permitió que bebiera de su vaso. Mientras tomaba un sorbo sintió una vez más esa mirada; creyó que tenía erección; quiso tocarlo, acariciarlo y besarlo, pero se contuvo; se ruborizó, una vez más, sintiéndose descubierto. Se extrañó cuando sin mediar palabra oyó que le decía que su tarifa eran doscientos mil pesos; asombrado dijo que sí; desconociéndose a sí mismo lo condujo a su carro; en el garaje de su casa, alcanzó su plenitud estando de rodillas viendo como se oscurecía el mundo al pegar la frente a su vientre; no cupo en su emoción cuando sintió toda esa maravilla dentro de sí.
Pensó que gozarse ese hombre no era un gasto sino una inversión. Estaba seguro que obtenía más de este encuentro que de un paseo por una playa griega. Así, que cuando él lo llamó a su consultorio, aceptó que se encontraran más tarde; negoció la tarifa: lo hizo por su costumbre de regatear y no porque necesitara una rebaja; sorprendido más que satisfecho de haberlo logrado, pensó que cien mil pesos eran una excelente inversión.
Lamentó que hablara, pues él no decía nada interesante; prefirió creer que sus comentarios eran similares a los de aquellos programas de la radio que seguía sin ningún interés; se sintió maravillado con su espectáculo personal y una vez más, apreció sus marcados músculos, lamió lo que quiso y se penetró cuanto pudo.
Le llamó una tercera, cuarta, quinta vez; lo encontró una sexta, séptima, octava. Se lo gozó una décima, trigésima vez. Pidió rebajas y las obtuvo; llegaron a un acuerdo: serían veinticinco mil, ni un peso menos, ni un centavo más. Estaba seguro que gozárselo era más gratificante que lo obtenido por una de sus conferencias.
Odiaba que le hablara de mujeres; le imploraba que no pusiera su video de pornografía heterosexual; se asqueaba cuando se quedaba tieso mientras reciba sus mejores caricias; le preocupaba que siempre quisiera un regalito; estaba harto de que solicitara el plato mas costoso de la carta; se sentía irritado cuando pedía una botella completa sabiendo que saldrían del bar diez minutos después. Una sensación de poder lo inundaba al observar que sus amigos maricones se morían de la envidia al oír a aquel efebo afirmar que eran pareja.
No soportaba que se quejara de que su pene era pequeño, cuando para él sus 29 centímetros eran más que suficientes; le asqueaba verlo una y otra vez mirándose en el espejo; se arrepintió al ratificar que su sala ahora era un gimnasio lleno de aparatos pagados por él; quiso desfallecer, tres meses después de conocerlo, al oírle decir que necesitaba “comerse una vieja” porque estaba sintiéndose marica por no “darle clavo” a una de ellas; se odió así mismo cuando descubrió que por casi tres millones no había logrado un beso y menos aún, que se dejara tocar la nalga.
Supo que necesitaba terapia cuando aceptó que él viniera a vivir a su casa. Así que prefirió ser claro consigo mismo: le dijo que le agradaba su presencia pero que tenía que irse a Grecia, a un evento, y que demoraría tres meses en su gira de conferencias por Europa. Se sorprendió al ver una lágrima en sus ojos: prefirió creer que era de cocodrilo y no cedió ni por un instante.
Respiró tranquilo mientras observaba las pinturas eróticas de las copas griegas en el Musèe du Louvre; se sintió él mismo, viendo “Los amantes” en el vaso griego de Peithinos, en el Mussen Preussicher Kulturbesitz de Berlín; supo que lo había olvidado al sentir tan solo un pequeño cosquilleo rondando su cuerpo, al deleitarse observando “el suicida” de Antoine Wiertz en el Mussès Royaux des Beaux-Arts de Bélgica, en Bruselas.
Regresó a su no tan pequeña casa, en Bogotá, Colombia, y sonrió tranquilo cuando decidió darse un tiempo para utilizar los aparatos y el espejo que estaban en su sala; sin embargo, tan solo hasta el siguiente jueves en el bar supo que todo había terminado, al darse inicio el show y verlo ahí, desnudo, erecto y no sentir nada, ni siquiera remordimiento por aquella “inversión” que terminó siendo un gasto.
Publicado incialmente en Revista Semana.com http://www.semana.com/wf_InfoBlog.aspx?IdBlg=29
Javier, un reconocido Psiquiatra trabajando en una prestigiosa clínica de la ciudad, no podía seguir exponiéndose a las habladurías; a ser reconocido por uno de sus pacientes, quienes según él, no tenían ni idea de su orientación sexual. Es un hombre maduro, culto, interesante, cuyos hobbies son caminar por el mundo y los museos.
Eran casi las doce cuando comenzó el show. Sin ningún interés, más por seguir la corriente de lo que allí pasaba que por un interés propio, más por aburrimiento que por satisfacer una necesidad, se dirigió hacia la tarima en la que durante todos los fines de semana se empelotaban un grupo de hombres siguiendo el ritmo de alguna canción de moda.
Lo miró sin ganas y se inquietó cuando sintió, directo a sus ojos, la penetrante mirada del striper quien sin dejar de observarlo, al ritmo de la danza se iba quitando una a una sus prendas. Estaba perdido, las pupilas dilatadas de muchos de los presentes se dirigieron hacia él. Ignorándolos e hipnotizado siguió la trayectoria de una mano que avanzaba hacia un enorme falo; percibió que sus mejillas hervían, que el ritmo de su corazón galopaba más de prisa; deseó saltar a la tarima y darle la mejor de su capacidad oral pero se contuvo, su dignidad se lo impedía. Prefirió regresar a su puesto, seguir tomando un trago como si nada hubiera pasado.
No sabía por qué estaba allí si era viernes; tampoco encontró razones a su regreso del sábado; lamentó que no hubiera servicio el Domingo. Retornó el siguiente jueves y por fin, pudo verlo nuevamente. No le importó que no respondiera a su mirada, tampoco si alguien se daba cuenta; quería que el tiempo pasara y embelesarse con su paraíso en plena erección.
Unos diez minutos después de lograr su cometido, el mástil permanecía en su mente. Se sorprendió cuando en medio de sus divagaciones descubrió que él estaba en frente suyo, de pie, observándolo. Por cortesía le invitó a un trago y permitió que bebiera de su vaso. Mientras tomaba un sorbo sintió una vez más esa mirada; creyó que tenía erección; quiso tocarlo, acariciarlo y besarlo, pero se contuvo; se ruborizó, una vez más, sintiéndose descubierto. Se extrañó cuando sin mediar palabra oyó que le decía que su tarifa eran doscientos mil pesos; asombrado dijo que sí; desconociéndose a sí mismo lo condujo a su carro; en el garaje de su casa, alcanzó su plenitud estando de rodillas viendo como se oscurecía el mundo al pegar la frente a su vientre; no cupo en su emoción cuando sintió toda esa maravilla dentro de sí.
Pensó que gozarse ese hombre no era un gasto sino una inversión. Estaba seguro que obtenía más de este encuentro que de un paseo por una playa griega. Así, que cuando él lo llamó a su consultorio, aceptó que se encontraran más tarde; negoció la tarifa: lo hizo por su costumbre de regatear y no porque necesitara una rebaja; sorprendido más que satisfecho de haberlo logrado, pensó que cien mil pesos eran una excelente inversión.
Lamentó que hablara, pues él no decía nada interesante; prefirió creer que sus comentarios eran similares a los de aquellos programas de la radio que seguía sin ningún interés; se sintió maravillado con su espectáculo personal y una vez más, apreció sus marcados músculos, lamió lo que quiso y se penetró cuanto pudo.
Le llamó una tercera, cuarta, quinta vez; lo encontró una sexta, séptima, octava. Se lo gozó una décima, trigésima vez. Pidió rebajas y las obtuvo; llegaron a un acuerdo: serían veinticinco mil, ni un peso menos, ni un centavo más. Estaba seguro que gozárselo era más gratificante que lo obtenido por una de sus conferencias.
Odiaba que le hablara de mujeres; le imploraba que no pusiera su video de pornografía heterosexual; se asqueaba cuando se quedaba tieso mientras reciba sus mejores caricias; le preocupaba que siempre quisiera un regalito; estaba harto de que solicitara el plato mas costoso de la carta; se sentía irritado cuando pedía una botella completa sabiendo que saldrían del bar diez minutos después. Una sensación de poder lo inundaba al observar que sus amigos maricones se morían de la envidia al oír a aquel efebo afirmar que eran pareja.
No soportaba que se quejara de que su pene era pequeño, cuando para él sus 29 centímetros eran más que suficientes; le asqueaba verlo una y otra vez mirándose en el espejo; se arrepintió al ratificar que su sala ahora era un gimnasio lleno de aparatos pagados por él; quiso desfallecer, tres meses después de conocerlo, al oírle decir que necesitaba “comerse una vieja” porque estaba sintiéndose marica por no “darle clavo” a una de ellas; se odió así mismo cuando descubrió que por casi tres millones no había logrado un beso y menos aún, que se dejara tocar la nalga.
Supo que necesitaba terapia cuando aceptó que él viniera a vivir a su casa. Así que prefirió ser claro consigo mismo: le dijo que le agradaba su presencia pero que tenía que irse a Grecia, a un evento, y que demoraría tres meses en su gira de conferencias por Europa. Se sorprendió al ver una lágrima en sus ojos: prefirió creer que era de cocodrilo y no cedió ni por un instante.
Respiró tranquilo mientras observaba las pinturas eróticas de las copas griegas en el Musèe du Louvre; se sintió él mismo, viendo “Los amantes” en el vaso griego de Peithinos, en el Mussen Preussicher Kulturbesitz de Berlín; supo que lo había olvidado al sentir tan solo un pequeño cosquilleo rondando su cuerpo, al deleitarse observando “el suicida” de Antoine Wiertz en el Mussès Royaux des Beaux-Arts de Bélgica, en Bruselas.
Regresó a su no tan pequeña casa, en Bogotá, Colombia, y sonrió tranquilo cuando decidió darse un tiempo para utilizar los aparatos y el espejo que estaban en su sala; sin embargo, tan solo hasta el siguiente jueves en el bar supo que todo había terminado, al darse inicio el show y verlo ahí, desnudo, erecto y no sentir nada, ni siquiera remordimiento por aquella “inversión” que terminó siendo un gasto.
Publicado incialmente en Revista Semana.com http://www.semana.com/wf_InfoBlog.aspx?IdBlg=29
Confesiones íntimas: me encanta el sexo oral
A quién no le encanta la oralidad sexual. A muchos y muchas se nos llena la boca cuando de sexo se trata; podemos hacerlo por horas, en especial cuando encontramos a alguien con quien se nos facilita gozarlo.
Tiene un gran encanto cuando uno puede desinhibirse y hacerlo sin que la otra persona se escandalice y en especial si el otro pone mucho de su propia experiencia y se entrega plenamente en el compartir.
Sé que para muchos esto es algo que ni se piensa, dado que la tradición judeocristiana ha logrado que cerremos nuestra boca y dejemos de lado el placer que nos produce ventilar nuestros temores y autorizarnos a hacer lo que tanto nos gusta.
Por supuesto que cuando esto se hace en un espacio en el que hay la intimidad necesaria, contamos con el tiempo suficiente y encontramos ese ser en el que podemos confiar, lograrlo se vuelve en un espacio casi terapéutico.
Todos hemos sido infieles alguna vez, tenemos nuestras expresiones comportamentales sexuales, las hemos realizado en lugares poco indicados, con las personas con quienes menos pensábamos y esto, por supuesto nos atormenta, inquieta y obliga a callar, pero cuando hallamos a alguien con quien la oralidad sexual se nos facilita, sentimos durante el acto y aún después, una descarga emocional que logra que nuestro espíritu se goce, se distensionen todos nuestros músculos, se relaje nuestra conciencia e incluso que entendamos que eso que parecía tan difícil, cuando nos autorizamos a abrir la boca, fluya con una tranquilidad asombrosa.
Suele pasarme, en mi consulta como sexólogo, que las personas se autoricen a hacerlo tal vez sea porque tener a un profesional enfrente facilita la cosa, pero no siempre es necesario contar con un terapeuta para lograrlo, es más, opino que es mejor hacerlo en el momento menos indicado y con alguien incluso poco conocido.
Yo recomiendo a las personas buscar alguien con quien darse el gusto, entender que la vida no es tan complicada como parece y que no se requiere siempre de un experto o un conocido, por supuesto si logramos encontrar la persona apropiada esto no solo nos resulta mas barato que acudir a una cita profesional, pero se hace necesario recordar que sólo debe hacerse con amigos cuando sintamos que nuestra oralidad sexual queda en la intimidad y que no se va a hacer publico aquello que es tan privado y nuestro.
Es común que la gente lo haga bajo los efectos del licor y ello se entiende porque sabemos que el uso de substancias psicoactivas desinhibe, pero me parece que hacerlo en estas circunstancias atenta contra nuestra salud física e incluso emocional; es mejor hacerlo en sano juicio, convencidos de que queremos dar el paso, que encontraremos el apoyo si este es necesario y que se hace bajo el respeto mutuo que ello requiere.
Les confieso que durante el tiempo en que trabajé en televisión me llamó la atención que la gente aprovechara cualquier oportunidad para lanzarse a hacerlo, siento que incluso contar las aventuras era una manera de sanarse mentalmente, pero también una manera de hacerle daño a otros. Esto último me parece un poco sucio, no sólo con quienes son nuestras parejas sino también con uno mismo.
Creo que si queremos hablar de sexo no necesariamente hay que informar sobre las personas que han sido nuestras parejas ni contar detalles que las identifiquen, lo importante es hablar del hecho en sí, de la situación emocional que ello nos produce; contar sobre nuestra vida sexual es una manera de desdramatizarla, de darnos cuenta que todos somos seres sexuados, que tenemos una vida sexual diversa y que aquello que nos parece raro realmente no siempre lo es tanto.
Por supuesto que por aspectos culturales que todos conocemos, las mujeres se atreven menos que los hombres a hacerlo, pero que rico para ellas y nosotros tener cómplices, saber qué le gusta al otro, aprender mejores técnicas, descubrir mundos inimaginados… debe ser por eso que me encanta el sexo oral, porque cuando hablo de sexo definitivamente me libero.
Publicado inicialmente en Revista Semana.com http://www.semana.com/wf_InfoBlog.aspx?IdBlg=29
Publicado e ilustrado por http://www.agmagazine.com.ar/index.php?IdNot=800
Tiene un gran encanto cuando uno puede desinhibirse y hacerlo sin que la otra persona se escandalice y en especial si el otro pone mucho de su propia experiencia y se entrega plenamente en el compartir.
Sé que para muchos esto es algo que ni se piensa, dado que la tradición judeocristiana ha logrado que cerremos nuestra boca y dejemos de lado el placer que nos produce ventilar nuestros temores y autorizarnos a hacer lo que tanto nos gusta.
Por supuesto que cuando esto se hace en un espacio en el que hay la intimidad necesaria, contamos con el tiempo suficiente y encontramos ese ser en el que podemos confiar, lograrlo se vuelve en un espacio casi terapéutico.
Todos hemos sido infieles alguna vez, tenemos nuestras expresiones comportamentales sexuales, las hemos realizado en lugares poco indicados, con las personas con quienes menos pensábamos y esto, por supuesto nos atormenta, inquieta y obliga a callar, pero cuando hallamos a alguien con quien la oralidad sexual se nos facilita, sentimos durante el acto y aún después, una descarga emocional que logra que nuestro espíritu se goce, se distensionen todos nuestros músculos, se relaje nuestra conciencia e incluso que entendamos que eso que parecía tan difícil, cuando nos autorizamos a abrir la boca, fluya con una tranquilidad asombrosa.
Suele pasarme, en mi consulta como sexólogo, que las personas se autoricen a hacerlo tal vez sea porque tener a un profesional enfrente facilita la cosa, pero no siempre es necesario contar con un terapeuta para lograrlo, es más, opino que es mejor hacerlo en el momento menos indicado y con alguien incluso poco conocido.
Yo recomiendo a las personas buscar alguien con quien darse el gusto, entender que la vida no es tan complicada como parece y que no se requiere siempre de un experto o un conocido, por supuesto si logramos encontrar la persona apropiada esto no solo nos resulta mas barato que acudir a una cita profesional, pero se hace necesario recordar que sólo debe hacerse con amigos cuando sintamos que nuestra oralidad sexual queda en la intimidad y que no se va a hacer publico aquello que es tan privado y nuestro.
Es común que la gente lo haga bajo los efectos del licor y ello se entiende porque sabemos que el uso de substancias psicoactivas desinhibe, pero me parece que hacerlo en estas circunstancias atenta contra nuestra salud física e incluso emocional; es mejor hacerlo en sano juicio, convencidos de que queremos dar el paso, que encontraremos el apoyo si este es necesario y que se hace bajo el respeto mutuo que ello requiere.
Les confieso que durante el tiempo en que trabajé en televisión me llamó la atención que la gente aprovechara cualquier oportunidad para lanzarse a hacerlo, siento que incluso contar las aventuras era una manera de sanarse mentalmente, pero también una manera de hacerle daño a otros. Esto último me parece un poco sucio, no sólo con quienes son nuestras parejas sino también con uno mismo.
Creo que si queremos hablar de sexo no necesariamente hay que informar sobre las personas que han sido nuestras parejas ni contar detalles que las identifiquen, lo importante es hablar del hecho en sí, de la situación emocional que ello nos produce; contar sobre nuestra vida sexual es una manera de desdramatizarla, de darnos cuenta que todos somos seres sexuados, que tenemos una vida sexual diversa y que aquello que nos parece raro realmente no siempre lo es tanto.
Por supuesto que por aspectos culturales que todos conocemos, las mujeres se atreven menos que los hombres a hacerlo, pero que rico para ellas y nosotros tener cómplices, saber qué le gusta al otro, aprender mejores técnicas, descubrir mundos inimaginados… debe ser por eso que me encanta el sexo oral, porque cuando hablo de sexo definitivamente me libero.
Publicado inicialmente en Revista Semana.com http://www.semana.com/wf_InfoBlog.aspx?IdBlg=29
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