Como todos los jueves, su día libre, por no perder la costumbre llegó al bar. Hacía algo más de un año, desde que se separó de su marido, se sentía tan solo y tan sin esperanzas que llegaba a la barra confiando en que alguien se le acercara pero temeroso de que lo hiciera. En todas sus visitas se prometía que esta vez sería la última.
Javier, un reconocido Psiquiatra trabajando en una prestigiosa clínica de la ciudad, no podía seguir exponiéndose a las habladurías; a ser reconocido por uno de sus pacientes, quienes según él, no tenían ni idea de su orientación sexual. Es un hombre maduro, culto, interesante, cuyos hobbies son caminar por el mundo y los museos.
Eran casi las doce cuando comenzó el show. Sin ningún interés, más por seguir la corriente de lo que allí pasaba que por un interés propio, más por aburrimiento que por satisfacer una necesidad, se dirigió hacia la tarima en la que durante todos los fines de semana se empelotaban un grupo de hombres siguiendo el ritmo de alguna canción de moda.
Lo miró sin ganas y se inquietó cuando sintió, directo a sus ojos, la penetrante mirada del striper quien sin dejar de observarlo, al ritmo de la danza se iba quitando una a una sus prendas. Estaba perdido, las pupilas dilatadas de muchos de los presentes se dirigieron hacia él. Ignorándolos e hipnotizado siguió la trayectoria de una mano que avanzaba hacia un enorme falo; percibió que sus mejillas hervían, que el ritmo de su corazón galopaba más de prisa; deseó saltar a la tarima y darle la mejor de su capacidad oral pero se contuvo, su dignidad se lo impedía. Prefirió regresar a su puesto, seguir tomando un trago como si nada hubiera pasado.
No sabía por qué estaba allí si era viernes; tampoco encontró razones a su regreso del sábado; lamentó que no hubiera servicio el Domingo. Retornó el siguiente jueves y por fin, pudo verlo nuevamente. No le importó que no respondiera a su mirada, tampoco si alguien se daba cuenta; quería que el tiempo pasara y embelesarse con su paraíso en plena erección.
Unos diez minutos después de lograr su cometido, el mástil permanecía en su mente. Se sorprendió cuando en medio de sus divagaciones descubrió que él estaba en frente suyo, de pie, observándolo. Por cortesía le invitó a un trago y permitió que bebiera de su vaso. Mientras tomaba un sorbo sintió una vez más esa mirada; creyó que tenía erección; quiso tocarlo, acariciarlo y besarlo, pero se contuvo; se ruborizó, una vez más, sintiéndose descubierto. Se extrañó cuando sin mediar palabra oyó que le decía que su tarifa eran doscientos mil pesos; asombrado dijo que sí; desconociéndose a sí mismo lo condujo a su carro; en el garaje de su casa, alcanzó su plenitud estando de rodillas viendo como se oscurecía el mundo al pegar la frente a su vientre; no cupo en su emoción cuando sintió toda esa maravilla dentro de sí.
Pensó que gozarse ese hombre no era un gasto sino una inversión. Estaba seguro que obtenía más de este encuentro que de un paseo por una playa griega. Así, que cuando él lo llamó a su consultorio, aceptó que se encontraran más tarde; negoció la tarifa: lo hizo por su costumbre de regatear y no porque necesitara una rebaja; sorprendido más que satisfecho de haberlo logrado, pensó que cien mil pesos eran una excelente inversión.
Lamentó que hablara, pues él no decía nada interesante; prefirió creer que sus comentarios eran similares a los de aquellos programas de la radio que seguía sin ningún interés; se sintió maravillado con su espectáculo personal y una vez más, apreció sus marcados músculos, lamió lo que quiso y se penetró cuanto pudo.
Le llamó una tercera, cuarta, quinta vez; lo encontró una sexta, séptima, octava. Se lo gozó una décima, trigésima vez. Pidió rebajas y las obtuvo; llegaron a un acuerdo: serían veinticinco mil, ni un peso menos, ni un centavo más. Estaba seguro que gozárselo era más gratificante que lo obtenido por una de sus conferencias.
Odiaba que le hablara de mujeres; le imploraba que no pusiera su video de pornografía heterosexual; se asqueaba cuando se quedaba tieso mientras reciba sus mejores caricias; le preocupaba que siempre quisiera un regalito; estaba harto de que solicitara el plato mas costoso de la carta; se sentía irritado cuando pedía una botella completa sabiendo que saldrían del bar diez minutos después. Una sensación de poder lo inundaba al observar que sus amigos maricones se morían de la envidia al oír a aquel efebo afirmar que eran pareja.
No soportaba que se quejara de que su pene era pequeño, cuando para él sus 29 centímetros eran más que suficientes; le asqueaba verlo una y otra vez mirándose en el espejo; se arrepintió al ratificar que su sala ahora era un gimnasio lleno de aparatos pagados por él; quiso desfallecer, tres meses después de conocerlo, al oírle decir que necesitaba “comerse una vieja” porque estaba sintiéndose marica por no “darle clavo” a una de ellas; se odió así mismo cuando descubrió que por casi tres millones no había logrado un beso y menos aún, que se dejara tocar la nalga.
Supo que necesitaba terapia cuando aceptó que él viniera a vivir a su casa. Así que prefirió ser claro consigo mismo: le dijo que le agradaba su presencia pero que tenía que irse a Grecia, a un evento, y que demoraría tres meses en su gira de conferencias por Europa. Se sorprendió al ver una lágrima en sus ojos: prefirió creer que era de cocodrilo y no cedió ni por un instante.
Respiró tranquilo mientras observaba las pinturas eróticas de las copas griegas en el Musèe du Louvre; se sintió él mismo, viendo “Los amantes” en el vaso griego de Peithinos, en el Mussen Preussicher Kulturbesitz de Berlín; supo que lo había olvidado al sentir tan solo un pequeño cosquilleo rondando su cuerpo, al deleitarse observando “el suicida” de Antoine Wiertz en el Mussès Royaux des Beaux-Arts de Bélgica, en Bruselas.
Regresó a su no tan pequeña casa, en Bogotá, Colombia, y sonrió tranquilo cuando decidió darse un tiempo para utilizar los aparatos y el espejo que estaban en su sala; sin embargo, tan solo hasta el siguiente jueves en el bar supo que todo había terminado, al darse inicio el show y verlo ahí, desnudo, erecto y no sentir nada, ni siquiera remordimiento por aquella “inversión” que terminó siendo un gasto.
Publicado incialmente en Revista Semana.com http://www.semana.com/wf_InfoBlog.aspx?IdBlg=29
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