Manuel Antonio Velandia
Mora
16 de diciembre de 1990
Cuando en 1984 pensé en
la necesidad de desarrollar un programa de prevención de SIDA en el país, muy
lejos estaba de imaginar que tan solo seis meses después moriría con SIDA la primera
persona en Colombia: una mujer en Cartagena. Sin embargo para todos, incluso
para el sector oficial, la infección por el Virus de Inmunodeficiencia Humana
(VIH) era una situación lejana. Incluso muchos lo vieron como un problema
político que no alcanzaría a tocarnos.
En 1985 murió mi primer
amigo de SIDA, y aquello que era apenas una información sobre algo que podría
llegar a ser verdad se hizo realidad. Mi temor y el de aquellos que estaban
cerca se acrecentó. Algunas personas que habían sido mis compañías sexuales o
las de mis amigos resultaron infectadas; a otros, el diagnóstico les llegó
demasiado tarde y a los pocos meses murieron.
Lamentablemente encontré
que, como en otras partes del mundo, el problema fundamental para muchos gira
en torno a quienes lo padecen o lo pueden padecer y no en torno a la enfermedad
en sí.
Sentimos entonces que la
vida una vez más nos toma por sorpresa y nos apremia la necesidad de extender
la educación a grupos mucho más amplios de población. Con algunos voluntarios
se integró el Grupo de Ayuda e Información. Comenzamos a realizar visitas
continuadas a los lugares de encuentro de hombres con conductas homosexuales,
de trabajadores sexuales y a equipos de salud.
El SIDA se volvió tema de
moda. Todos los medios hablan de él. No obstante fue y sigue siendo apenas un
tema, no hay una aproximación real al riesgo de infección y se toma aún como
una enfermedad para los otros: los homosexuales, los drogadictos y promiscuos.
Esta es una realidad que violenta a sectores específicos de población que
siguen siendo rechazados.
Los pacientes sufren
permanentemente la violación de sus derechos por parte de profesionales de la
salud, de sus amigos, familiares, de los medios masivos de comunicación e
incluso de la Iglesia que se niega a aceptar el condón como una de las
alternativas ante la infección y que se niega a proporcionar una pastoral
adecuada a los enfermos.
Para muchas familias, el
SIDA ya no es un tema. Es una dura y cruda realidad. Pero el rechazo no ha
cambiado: en nuestro medio, es tan real como la enfermedad misma.
No solo se violenta a
quienes sufren la infección y a sus allegados. También lo somos quienes hemos
asumido una responsabilidad social frente al problema. Yo mismo fui amenazado
de muerte por un grupo de extrema derecha que consideró que, a través de esta
importante labor, se estaba promulgando el libertinaje sexual. Fui también
ultrajado por un ama de casa que, después de verme en un programa de
televisión, me encontró un día en un bus y le pidió al conductor que me bajara
porque supuestamente vivo con el SIDA.
Este rechazo y la
repercusión sicosocial de la infección son, obviamente, producto de la
desinformación y la falta de preparación. Ha servido de excusa para marginar
aún más a grupos y personas de por sí marginadas desde siempre por nuestra
sociedad.
La responsabilidad que
asumimos hace ya varios años sigue en pie y el nivel de compromiso es cada vez
mayor. Tenemos la certeza de que nuestro trabajo ofrece la posibilidad de una
vida más positiva para quienes viven con el VIH o han desarrollado la enfermedad.
También posibilita cambios de actitudes y prácticas en personas que saben que
pueden y deben alcanzar niveles de vida dignos, sin importar su condición.
Pero no solo hemos
ayudado a que otros vivan mejor, sino que hacemos escuela para nuestras propias
vidas: vivimos como si tuviéramos el virus y esto nos permite amarnos más a
nosotros mismos y a los demás. Nuestra vida es entonces cada vez más rica, más
positiva, y cada día que pasa adquiere un nuevo sentido. Estamos vivos y
sufrimos, amamos, reímos y lloramos al igual que quienes viven con VIH o con
SIDA.
Mi labor y la de mis
compañeros no es un hecho aislado pero es una labor que debería ser de todos
pues las perspectivas no son nada tranquilizadoras. Mientras no asumamos esta
problemática como nuestra, tendremos que someternos al dolor de ver a nuestros
hijos, hermanos, compañeros, vecinos, amigos padeciendo la enfermedad y el
rechazo social. Todos estamos expuestos a la infección pero también todos
podemos anticiparnos al riesgo de adquirirla.
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