martes, 13 de septiembre de 2011

Apoyo al que tiene Sida


Manuel Antonio Velandia Mora
16 de diciembre de 1990

Cuando en 1984 pensé en la necesidad de desarrollar un programa de prevención de SIDA en el país, muy lejos estaba de imaginar que tan solo seis meses después moriría con SIDA la primera persona en Colombia: una mujer en Cartagena. Sin embargo para todos, incluso para el sector oficial, la infección por el Virus de Inmunodeficiencia Humana (VIH) era una situación lejana. Incluso muchos lo vieron como un problema político que no alcanzaría a tocarnos.

En 1985 murió mi primer amigo de SIDA, y aquello que era apenas una información sobre algo que podría llegar a ser verdad se hizo realidad. Mi temor y el de aquellos que estaban cerca se acrecentó. Algunas personas que habían sido mis compañías sexuales o las de mis amigos resultaron infectadas; a otros, el diagnóstico les llegó demasiado tarde y a los pocos meses murieron.

Lamentablemente encontré que, como en otras partes del mundo, el problema fundamental para muchos gira en torno a quienes lo padecen o lo pueden padecer y no en torno a la enfermedad en sí.

Sentimos entonces que la vida una vez más nos toma por sorpresa y nos apremia la necesidad de extender la educación a grupos mucho más amplios de población. Con algunos voluntarios se integró el Grupo de Ayuda e Información. Comenzamos a realizar visitas continuadas a los lugares de encuentro de hombres con conductas homosexuales, de trabajadores sexuales y a equipos de salud.

El SIDA se volvió tema de moda. Todos los medios hablan de él. No obstante fue y sigue siendo apenas un tema, no hay una aproximación real al riesgo de infección y se toma aún como una enfermedad para los otros: los homosexuales, los drogadictos y promiscuos. Esta es una realidad que violenta a sectores específicos de población que siguen siendo rechazados.

Los pacientes sufren permanentemente la violación de sus derechos por parte de profesionales de la salud, de sus amigos, familiares, de los medios masivos de comunicación e incluso de la Iglesia que se niega a aceptar el condón como una de las alternativas ante la infección y que se niega a proporcionar una pastoral adecuada a los enfermos.

Para muchas familias, el SIDA ya no es un tema. Es una dura y cruda realidad. Pero el rechazo no ha cambiado: en nuestro medio, es tan real como la enfermedad misma.
No solo se violenta a quienes sufren la infección y a sus allegados. También lo somos quienes hemos asumido una responsabilidad social frente al problema. Yo mismo fui amenazado de muerte por un grupo de extrema derecha que consideró que, a través de esta importante labor, se estaba promulgando el libertinaje sexual. Fui también ultrajado por un ama de casa que, después de verme en un programa de televisión, me encontró un día en un bus y le pidió al conductor que me bajara porque supuestamente vivo con el SIDA.

Este rechazo y la repercusión sicosocial de la infección son, obviamente, producto de la desinformación y la falta de preparación. Ha servido de excusa para marginar aún más a grupos y personas de por sí marginadas desde siempre por nuestra sociedad.

La responsabilidad que asumimos hace ya varios años sigue en pie y el nivel de compromiso es cada vez mayor. Tenemos la certeza de que nuestro trabajo ofrece la posibilidad de una vida más positiva para quienes viven con el VIH o han desarrollado la enfermedad. También posibilita cambios de actitudes y prácticas en personas que saben que pueden y deben alcanzar niveles de vida dignos, sin importar su condición.

Pero no solo hemos ayudado a que otros vivan mejor, sino que hacemos escuela para nuestras propias vidas: vivimos como si tuviéramos el virus y esto nos permite amarnos más a nosotros mismos y a los demás. Nuestra vida es entonces cada vez más rica, más positiva, y cada día que pasa adquiere un nuevo sentido. Estamos vivos y sufrimos, amamos, reímos y lloramos al igual que quienes viven con VIH o con SIDA.

Mi labor y la de mis compañeros no es un hecho aislado pero es una labor que debería ser de todos pues las perspectivas no son nada tranquilizadoras. Mientras no asumamos esta problemática como nuestra, tendremos que someternos al dolor de ver a nuestros hijos, hermanos, compañeros, vecinos, amigos padeciendo la enfermedad y el rechazo social. Todos estamos expuestos a la infección pero también todos podemos anticiparnos al riesgo de adquirirla.

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