Manuel Velandia
En Exclusiva para
GayHills.Com
Tendría unos 24 años, sus
ojos eran azules y sus facciones bien pudieran confundirse con la de un
italiano, pero era argentino. Su cuerpo atlético y bien formado me indicaba una
obsesión por su cuidado. Todo en él reflejaba tranquilidad, incluso pudiera
decirse que incitaba armonía. Cuando lo vi tomando notas en su libreta de
apuntes, sentado en la primera fila de la sala de conferencias, me pareció aquello
que bien pudiera llamar un niño juicioso.
De vez en cuando
levantaba sus ojos y me miraba tan fijamente que experimenté varias veces la
necesidad de mirar a otro lado. En su sonrisa había algo enigmático que no
lograba descifrar. Fueron pasando las horas y al terminar la jornada de la
mañana se me acercó y me dijo: “¡esta noche me paso por tu hotel!”. Lo hizo muy
seguro de sí mismo, inclusive sentí que no era una propuesta sino una orden con
la que me anunciaba mi obligación de esperarlo.
No respondí. Sonreí, con
una sonrisa en la que se mezclaba la complicidad y el asombro. El tampoco
esperó respuesta. Me miró una vez más, sonrió, y dándome la espalda se dirigió
a la puerta de la sala de conferencias. De pronto paró en seco, volteo la
cabeza y gritó: “¡Mi nombre es Franco!”. Pensé que su nombre hacía gala de su
osadía y me quedé observándolo mientras se perdía en la multitud. No sé cuántos
fueron los minutos o segundos, pero volví en mí cuando alguien, tomándome del
brazo, me dijo “¡le estoy hablando!”.
En la tarde no regresó.
Sé que no lo hizo porque tuve tiempo para mirar uno a uno los participantes.
Olvidé que existía hasta cuando de la portería del hotel recibí la llamada para
avisarme que Franco me estaba esperando. Pasé al teléfono y le dije que lamentaba
no poder atenderlo pero que me estaba preparando para asistir a una recepción
de bienvenida a Buenos Aires. No oí palabra alguna, tan solo el ruido de un
teléfono que se colgaba. Entré a la
ducha y unos instantes después sentí que tocaban en la puerta. Me puse una
toalla y salí para ver quién me necesitaba. Era él. Ignoro cómo logró burlar la
vigilancia, pero estaba ahí, parado con sus brazos abiertos como queriendo
abrazarme.
Cuando pude darme cuenta
ya estaba adentro, sentado en una silla, diciendo que deseaba esperarme. Yo
entré una vez más a la tina y dejé entreabierta la puerta. Quería mirarlo, aun
cuando le dije que era para oírle por sí me hablaba mientras me duchaba. Me
preguntó si me gustaban los juegos dorados. Yo pensé que se refería a utilizar
accesorios dorados, así que le dije que sí, que de vez en cuando. Unos segundos
después estaba frente a mí, desnudo, exhibiendo
su maravillosa anatomía. Se paró muy cerca de mí y sin mediar palabra
entró a la tina. Fue tan sorpresiva la situación que, entre sorprendido,
temeroso y satisfecho, no musité palabra.
Me preguntó si quería
jugar a los juegos dorados, afirmó que desde cuando me vio la primera vez yo lo
inspiraba. Tocaba su cuerpo. Estaba total y maravillosamente erecto. Yo, que no
salía de mi asombro, sentía que mi cuerpo temblaba. Él sonrió y me dijo “quiero
que te orines sobre mí, en mi cuerpo, en mi pecho, en mi cara”. Yo pensé que
era broma, pero insistió. No sé por qué, pero sentí unas ganas inmensas de mear
y empecé a hacerlo. Él sonrió, y unos segundos después eyaculaba sin que yo
hubiese puesto un dedo sobre su cuerpo. Sonreí. No podía creer que recibir la
orina de alguien sobre el cuerpo pudiera ser tan excitante como para eyacular
sin tener que tocarse. No dijo palabra, simplemente se vistió y se fue, sin
despedirse.
Cuando salió, quise
orinar sobre mi pierna. El orín se siente calientico, es una sensación extraña
pero nada excitante. No me excita el dorado. Nunca lo volví a ver, es más, ni
siquiera sé si se llama Franco. Tan solo tengo claro que el disfrute de la
sexualidad es algo extraño, y que el deseo y el erotismo están llenos de
caminos y posibilidades insospechadas. Durante mucho tiempo, a estas
situaciones particulares del disfrute las llamaron anormalidades.
Posteriormente las denominaron aberraciones, después se les denominó
parafilias. Ahora los juegos dorados hacen parte de las Expresiones
Comportamentales Sexuales.
Es necesario tener algo
en claro: tenemos el derecho a negarnos, así a nuestra pareja ducharse de esta
forma le parezca lo más erótico y emotivo que pueda pasarle; sin embargo creo
que si se es algo abierto una meadita no le hace mal a nadie y que incluso
puede llegar a ser divertida y excitante.
http://www.gayhills.com/magazinedetalle-108
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