Por Manuel Antonio Velandia Mora
España, Diciembre de 2011
Este 10 de diciembre se celebra una vez más el Día Internacional de los Derechos Humanos. El pasado martes 6, vi una vez más la película “La vida secreta de las palabras” (2005) de la directora de cine española Isabel Coixet Castillo. Un film sobre el peso del pasado de una mujer víctima del conflicto armado, la tortura humana y sus consecuencias. Me siento conmovido por la historia, de alguna manera la relaciono con la mía.
Esta efeméride coincide, además, con la conmemoración del 50 aniversario de Amnistía Internacional y los 60 años de ACNUR, el Comisariado de la ONU para los Refugiados. Y yo, como refugiado, no puedo evitar recordar los días previos a mi destierro y las amenazantes llamadas telefónicas con las que empezó mi pesadilla.
Es una tarde de trabajo en mi casa en el año 2007, suena el timbre del teléfono. Una voz ronca y desconocida grita “¡hijueputa lo vamos a matar!” Me quedo mudo, mi capacidad de respuesta se reduce a cero y Esperanza, la mujer que me acompaña en los últimos meses se queda mirándome -exclama- ¡se ha puesto blanco como un muerto! Yo en voz baja respondo “¡….Aja…!”
Pasan los días y la voz sigue resonando en mi cabeza. Una vez más suena el teléfono. Ahora tengo miedo de responder, pero igual siendo una línea de ayuda, sé que debo hacerlo. El timbre retumba en cuatro ocasiones, tomo el teléfono y oigo la misma voz, la misma frase “¡hijueputa lo vamos a matar!”. Cuelgo la bocina rápidamente, sin musitar palabra. Esta vez es Carlos Rojas quien pregunta ¿qué pasa? “¡…Me están amenazando de muerte…!” Respondo. Mi respiración está agitada y siento que los músculos de mi cara se tensan. Un corrientazo desde la cabeza a los pies atraviesa mi cuerpo, lo siento justo cuando respondo. No hay comentarios, seguimos trabajando como si nada hubiera pasado.
Unas horas después, ya desde su casa Carlos me llama, me pregunta ¿Cómo te sientes?
La respuesta parece inconexa. “¡… No han vuelto a llamar…!”. La conversación se transforma en un silencio espeso y largo. Llaman una, otra vez, una vez más y se repite la historia. Suena el timbre del teléfono y respondo, ya no pienso en amenazas, sé que se repiten una y otra vez y con ellas el rito de las llamadas de los miembros de la Fundación que preguntan cómo me siento y mis respuestas que no responden y que se quedan en un simple y automático ¡bien!
Le doy vueltas a la idea, debo responder a las amenazas, no puedo permitir que me sigan haciendo daño. Decido que diré lo primero que se me ocurra.
Se oye el timbre y corro a responder, levanto la bocina, es un chico que pide ayuda, teme estar viviendo con el virus que causa el sida. Le respondo, pero me siento frustrado hubiera preferido que me amenazaran y haber podido responder.
Diez largos días después hay una nueva amenaza. Esta vez respondo “¡si te están pagando por amenazarme dile a quien te paga que ya lo tengo claro pero que seguiré haciendo lo que vengo haciendo, que no sé por qué me amenaza pero que tampoco me importa…!” Sigo por varios minutos sin parar el discurso, ya no tengo claridad sobre que estoy diciendo. Sé que la persona me está oyendo, callo y se oye que cuelgan la bocina. Sonrío, me parece creativo lo que he respondido. Por primera vez quedo tranquilo.
He descubierto la terapia. No me puedo permitir callar. Cinco días después se repite la llamada. Esta vez le respondo que debe tener cuidado cuando me vaya a asesinar porque mi hermano es muy parecido a mí y él no tiene la culpa de lo que yo haga o diga, que si se equivoca seguro no le pagan y si se va a la cárcel hasta su mujer se aburrirá de visitarlo y hasta se consigue un amante para gastarse el dinero que él le ha dado…
Cuelgo el teléfono, no espero que responda. Suelto la carcajada. He roto el hechizo, siento que ahora soy yo el que tiene el poder. En las siguientes llamadas, cada vez digo cosas más locas y ahora comentó a los amigos las ingeniosas respuestas que surgen en esos momentos. El problema ya no soy yo, sino los amigos que están presentes cuando llaman porque ellos se angustian, son ellos quienes temen responder.
Nunca les amenazan, eso me tranquiliza.
Salgo a buscar el correo en el buzón que se halla junto a la puerta de entrada de mi casa, abro un paquete y descubro que es un sufragio. Me sorprendo cuando lo abro porque creo que es una equivocación, sin embargo lo leo, es para mí. Una vez más siento un corrientazo en mi columna, una vez más me quedo sin respuesta, una vez más siento miedo y una vez más callo al respecto.
Suena el timbre de la puerta de la casa, cuando salgo descubro una corona fúnebre recostada contra la reja de la calle. Creo que es una equivocación pero pronto caigo en cuenta que es otra manera de amenazarme. Lo despedazo y lo pongo en la basura.
Pasan los días y espero una llamada, un sufragio o una corona pero nada pasa. De pronto me doy cuenta que tengo mucha ansiedad, analizo que esa es otra forma de violencia. Decido pensar en qué hacer si me vuelven a llamar, en cómo actuar ante un paquete que no espero, y tomo una resolución, si me vuelven a enviar flores haré un ramo con ellas.
Casi una semana después se repite la historia. Suena el timbre, corro a la puesta, veo la corona fúnebre y decido tomarla, entrarla y desbaratarla. Comento sobre lo bien hecho que me ha quedado el ramo y reímos. Una vez más se ha roto el hechizo.
Son algo después de las doce de la noche, acabamos de apagar la TV y nos disponemos a dormir. Se oye un ruido ensordecedor, se estremece la casa, se oyen vidrios quebrarse y el polvo cae del techo. Le digo a Ricardo Molano, mi pareja, que deben haber atentado contra la estación del Transmilenio que queda cerca de la casa. Le propongo dejar pasar unos minutos antes de salir a ayudar a las personas. Sé por lo que dicen los medios que en algunas ocasiones las bombas explotan dos veces para producir más daños entre los curiosos. Llamamos a la policía.
Salimos de la habitación y observamos que son los vidrios de las ventanas de la casa los que se han roto; las cortinas se mueven con el viento. Bajamos a la primera planta, allí también hay vidrios rotos por todas partes. La puerta está un poco forzada, es difícil abrirla. Cuando logramos hacerlo y salimos, lo primero que observo es que no hay ni una sola planta, el césped se ha quemado y el piso se ve como un campo de futbol hecho en tierra. Hay gente en la calle… todos miran hacia la casa… en esos momentos llega una camioneta con varios policías, se identifican, dicen ser de antiexplosivos. Piden que abramos la reja. Uno de ellos nos dice que debemos ingresar pronto, que el atentado ha sido contra nosotros.
La sala se llena de policías. Uno de ellos me interroga, quiere saber por qué han atentado contra mí. Le explico que estoy en campaña política, que soy homosexual, que trabajo en prevención del sida, que he tenido varias amenazas de muerte, incluso comento que debe ser que no les gusta el color de mi cabello… todos reímos.
Llega Yolanda Quintero. Ha oído el estruendo desde su casa y al igual que a mí me pasó cuando explotaron las dos bombas frente a la suya, ella siente que algo me ha pasado. No sé cómo se enteran pero empieza a llegar gente conocida. En medio de todo el barullo oigo que un policía grita ¡fue una granada, es sudafricana!…Yo me quedo pensando en cómo logran saberlo. En hombre entra a la sala en donde estoy rodeado de policías que no se callan, muestra algo, dice que es la espoleta.
Siento el pecho apretado, tengo ganas de llorar pero no puedo. A las cinco de la mañana llega Esperanza, recogemos todos los vidrios, no quiero ver nada que me recuerde el atentado, sin embargo no es posible, aun meses después encontramos fragmentos de vidrios en los lugares más insospechados. Son casi las siete de la mañana. Llega un periodista de televisión, quiere hacerme una entrevista pero le preocupa que las imágenes sean irreales pues todo se ve limpio y ordenado. Nos pide que pongamos vidrios en el piso… Esperanza -mi ayudante- lo mira extrañada, entra y trae la basura. Cuando ella se nos acerca con la bosa negra de la basura yo suelto la carcajada, esto es demasiado macondiano, no puede ser verdad que me pidan que monte la escena del crimen para hacer unas tomas de video.
Esperanza riega lago de basura siguiendo las indicaciones del periodista. De pronto me doy cuenta que estoy en pijama y con bufanda…decido ingresar a la casa. No recuerdo que respondí en la entrevista pero de lo que menos tenía ganas era de hacer prensa al respecto. Ariel, mi jefe de prensa ha preparado un comunicado para los medios. Lo envían mientras yo duermo.
Llegan policías que nos regañan por haber recogido las evidencias y ponerlas en la basura. Una vez más la bolsa negra es desocupada.
Casi un año después oigo desde mi casa la explosión de un carro bomba, es el ataque terrorista contra el Club El Nogal, el 7 de febrero de 2003 a las 20:15. Cuando oigo el estruendo sé que es una bomba y entonces lloro, lloro sin para por un buen tiempo…
Por fin logro sacar aquel sentimiento que me aprieta el pecho. Porque, entre el tiempo pesado y angustioso que pasa entre una y otra llamada amenazante, entre la agonía que se vive entre el silencio y el estruendo de una explosión, en medio de la zozobra y la angustia de no saber qué pasaría con mi integridad física y emocional, terminé convertido en refugiado y pude comprender cómo es de dura la vida de quienes sienten en peligro sus vidas. Entendí como es de pesado el silencio que vi