Por Manuel Antonio Velandia Mora
España, febrero de 2012
Ser sacerdote, homosexual y vivir con el virus del sida son tres elementos explosivos cuando se unen, tal vez por ello el tema del asesinato de dos sacerdotes se ha vuelto un tema de la comidilla pública que ha sido muy bien aprovechado por los medios de comunicación, que han hecho un manejo con un giro desafortunado.
Ver esta situación desde el sensacionalismo no solo es de pésimo gusto sino que además demuestra cómo puede transformarse en amarillista la prensa que parece más seria. El despliegue que se le ha dado a este tema revela que el sida y la homosexualidad siguen siendo para muchos una tragedia, una tragedia que produce dolor en algunos y dividendos para quienes se aprovechan del dolor ajeno.
Si a lo anterior se le suma el morbo que despierta la sexualidad de curas y monjas tenemos ante nosotros la base que creo las condiciones para que dos personas quisieran morir, dos personas que tenían claro que serían muy seguramente víctimas de crímenes de odio, no solo por los feligreses sino muy seguramente por la misma iglesia.
Es evidente en este caso que si hubiera tolerancia, aceptación y respeto en la sociedad, quizás ellos seguirían vivos.
Es mayor el peso de la iglesia, el peso de la exclusión social, el peso de una enfermedad que tiene un trato sexista y homofóbico, el peso de la culpa, el peso del rechazo familiar, el peso socio cultural que el peso del pecado. Quién quiere una vida tan pesada ¿para qué ser mártir, si la muerte se contempla como la única salvación posible?
Tengo amigos que prefirieron morir a que los vieran feos, personas que prefirieron suicidarse antes que aceptar que su familia sufriera, amigos que decidieron esconderse antes que solicitar apoyo.
Frente a la posibilidad de solucionar de una vez por todas “el problema” o la imposibilidad de soportar tanto peso junto, la muerte es más llevadera. Igual, según la doctrina católica, Dios perdona a quien se arrepiente, así sea en el último momento.
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